Las campañas electorales tienen sus ventajas y desventajas. Entre las primeras, está el hecho de que nuestros gestores nos presentan los deberes para que les pongamos nota, que por imperativo legal ha de ser binaria (un 0 o un 1, no caben medias tintas). La oposición, por su parte, intentará tumbar la nota del gobierno para ponerse en su lugar, y poder presentar lo suyo a los cuatro años… y así sucesivamente. La desventaja principal es que nadie se cree nada, lo que está provocando una crisis de representación más grave, si cabe, que la económica.
Estamos en una sociedad en que la información se ha convertido en un bien de consumo inmediato, y que como tal es olvidada al momento salvo cosas puntuales. Una noticia de dos días ya no es noticia, y nadie recuerda ni lleva la cuenta de qué dijo quién y cuándo, salvo los interesados en el tema que tiran de hemeroteca cuando les conviene. En este fast-food informativo el análisis y el rigor han saltado por la ventana, desde el momento en que quienes antes daban opiniones ahora se reducen a leer las soflamas de los partidos que les pagan el sueldo. Se echa de menos integridad periodística, de la que aún quedan algunos representantes (Ónega, Pedro J…. periodistas atacados por unos y otros porque denuncian las vergüenzas de unos y otros).
La consecuencia de todo esto es el descrédito de la palabra. Es el fin de términos como responsabilidad, coherencia, consecuencia… A nadie le extraña ver a un alcalde del PSOE atacando a la Xunta del PP a la que hasta hace dos años defendía a muerte porque estaban los suyos, aunque en ese campo la administración autonómica haga lo mismo exactamente. Donde dije digo ya no sólo digo Diego, sino que deniego.
Con todo esto, entonces, ¿quién tiene credibilidad? Pues por triste que sea, nadie. No confiamos en políticos que creemos que siempre van a decir lo que les conviene electoralmente; no confiamos en medios de comunicación que, salvo honrosas excepciones, percibimos como partidistas y acreedores de la factura que pagan las administraciones regidas por políticos; no confiamos en sindicatos que representan únicamente su propio interés por sentarse en cómodos sillones en que no hay que fichar; no confiamos en los representantes de entidades empresariales que van a hacer su negocio particular olvidando a sus representados; no confiamos en la justicia que vemos que dicta sentencias contradictorias y quita a una madre la custodia de sus hijos por un bofetón y suelta a un asesino etarra…
El problema más grave, que ya es decir, es que a veces uno de esos políticos a los que tanto despreciamos colectivamente, tiene razón. Y no se la damos porque está el contrincante diciendo lo contrario y asumimos que cada uno defiende lo que le conviene particularmente.
Es lo que pasa con el tema de las Torres del Parque Rosalía. Jaime Castiñeira tiene razón, la tuvo siempre, cuando denunciaba que el único responsable del adefesio es Orozco. Ahora el juzgado le da la razón, y la jueza afirma que todo el asunto le apesta a corrupción, a connivencia entre Orozco y el constructor en contra de los intereses de los lucenses. Lo malo es que el tema quedará en agua de borrajas, porque en el mes escaso que queda ya no va a dar tiempo a nada, y todos los que quieran votar al PSOE dirán: “bah, Jaime dice todo eso porque diría lo que fuera por ganar”. Quienes dicen eso es o porque no lo conocen o porque dirían lo que fuera porque no ganara.