No sé si le pasa a todo el mundo, pero mucha gente de mi entorno comparte conmigo una sensación de fin de un ciclo que se resiste a morir. No hablo de política, que también, sino de algo más grande, más universal. La nuestra es la última generación que conocerá la sensación de no ser localizados al minuto por el móvil, pedir las cosas por favor, preguntar por una dirección en vez de teclear la pantalla del GPS, saber que la mayor amenaza de un profesor es “que llamo a tus padres”, dar las gracias, consultar una enciclopedia en vez del Google, ir a la biblioteca a hacer un trabajo con fotocopias…
La Historia se acelera a pasos agigantados, y cosas que antes tardaban decenios, incluso siglos, en variar o en extenderse hoy son modas fast-food que se ven, utilizan y desechan en cuestión de días, incluso de horas. Las más grandes reflexiones pasan, en formato power point, por los correos electrónicos con fotos de gatitos y música de violines, con la misma duración en nuestra conciencia que en nuestra retina, unos minutos en el mejor de los casos.
La normalidad está perseguida y arrinconada. No me refiero a las costumbres de antaño, que hay muchas que hacen bien en desaparecer, sino a la sensación de ser una persona educada, puntual o mínimamente formal que antes eran virtudes y ahora son poco menos que tics decimonónicos demonizados por una sociedad que quiere políticos cercanos en vez de eficientes.
Esto se acaba. Cada vez más gente luchadora, de la de toda la vida, tira la toalla. Pequeños tenderos, autónomos, personas que sostenían con un esfuerzo más que considerable sus pequeños negocios siendo trabajadores de sí mismos (mal considerados por ser llamados empresarios) están más que hartos. Ven como los beneficios se esfuman por una crisis ante la que quienes tienen que actuar se ven incompetentes pero que tampoco se marchan a su casa. Y mientras tanto hacen cuentas para ver cómo pueden echar a la calle a empleados que no son tales, sino amigos, casi familiares, con quienes han compartido media vida. Nadie les echa una mano, ese dinero se destina a evitar que los bancos y las grandes fortunas tengan que pagar de sus enormes beneficios despidos míseros de empleados a los que no han hecho fijos porque la trampa de la ley se lo permite.
Los españoles perdemos la fe. No la religiosa, que esa se está ahorcando solita gracias a las meteduras de pata de sus gestores en la tierra, sino la social, que es peor. Vemos con desconfianza cualquier movimiento, sea político, contrapolítico o de cualquier ámbito, porque si rascamos un poco siempre hemos encontrado motivaciones electorales o intereses que no son los que salen en portada.
Ante este panorama de tormenta, desolador y deprimente, ¿qué nos queda? ¿Una vaga esperanza de que las cosas cambien desde fuera? ¿Un nuevo Gobierno que nos lleve de la mano hacia la senda de la recuperación? No se trata sólo de economía, ni de política, se trata del todo: educación, respeto, de lo que queremos hacer de nuestra sociedad.
Necesitamos un revulsivo, algo que nos haga tener un proyecto de futuro, una meta común que vaya más allá de salir del pozo. Tal vez sea el momento de redactar una nueva Constitución, de abrir un debate serio, profundo y riguroso de cuál queremos que sea nuestra norma básica de funcionamiento, que establezca quién hace qué y hasta dónde se puede llegar. Sí, es una solución política, pero también social y cultural.
Los españoles tenemos la manía de estar cambiando las reglas de juego a media partida, de preguntarnos una y otra vez quienes somos y de dónde venimos, pero sin llegar al “a dónde vamos”. No queremos saber a dónde vamos con la maraña de administraciones que nos ahoga, las decisiones que nos hacen la puñeta a todos sin consecuencias para quienes las toman, la educación de pacotilla que sufrimos, la sociedad sin valores y del sálvese quien pueda que hemos montado… Pues hay que preguntárselo aunque no nos guste la respuesta, porque es la única manera de ver hacia dónde construimos la carretera del futuro. No se trata de hacer una revisión más, sino de cambiar de forma de pensar, de sentar, sin miedo, las bases de un futuro que nos permita tener lo más importante de todo: una esperanza, un objetivo común.
Hasta la más negra de las tormentas tiene rayos de luz de vez en cuando. Tenemos que coger esos rayos y usar su energía para cargarnos las pilas porque no podemos confiar en que nadie nos eche un cable.
Jo !!!!
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