Estos días vienen artículos en los periódicos que hablan del cierre de históricos comercios y locales de hostelería del centro de Lugo. Este problema no es local, sino nacional. Darse una vuelta por el centro de ciudades tan comerciales como ha sido siempre A Coruña y ver que en la calle Real hay un montón de escaparates cuya mercancía es un cartel de “se alquila” o “se vende” es para echarse a llorar.
¿A qué se debe esta caída escalonada de tiendas y locales? A muchos factores. La crisis es el más obvio, y puede que sea la puntilla, pero no creo que sea ni siquiera la más importante de las causas. Evidentemente estos tiempos no ayudan, pero las grandes fortunas, las iniciativas, los grandes imperios siempre se han fraguado en momentos como estos. La cuestión es acertar.
Si les soy sincero creo que el gran problema del comercio tradicional o de la hostelería al uso, es que exige esfuerzo, dedicación y energía, cosas que de mi generación para abajo producen casi alergia. No soy ajeno personalmente a este tema, yo mismo opté por la comodidad de un puesto en la Administración Pública antes que continuar con el negocio familiar, por muchísimas razones, entre las que están como más importantes la de la tranquilidad que da trabajar en algo que a las tres en punto olvidas (casi nadie se come la cabeza por la tarde con los papeles que tramita por la mañana), que te libera los fines de semana, y que no te obliga a tener el teléfono encendido día y noche incluso en vacaciones, y cómo no, las enormes dificultades que hay para llevar un negocio: personal, local, maquinaria, reparaciones, la administración y sus eternos requisitos…
La iniciativa privada en España ha sido demonizada desde los años 80, y cada vez más. Privatizar se ha considerado siempre como un signo del mal, y los empresarios se identifican con Lucifer con una tranquilidad y una inconsciencia pasmosa teniendo en cuenta que es donde se genera la riqueza y el empleo de un país. En lugar de premiarse a la persona que tiene empuje y monta un negocio, parece que automáticamente se convierte en un pequeño Satanás que cuenta monedas de oro en la trastienda mientras maquina cómo hacer la puñeta a sus empleados para sacar unos cuartos más.
La realidad que yo conozco es muy diferente. De lo que yo les hablo es de los pequeños negocios que tienen unos pocos empleados que, normalmente, después de pasar tanto tiempo juntos son más familiares que trabajadores. He visto a mis padres llorar de rabia y de tristeza por tener que despedir a un empleado que les robaba, literalmente. Es como echar de casa, tal vez no a un hijo, pero sí a un sobrino. Esos son los malvados empresarios.
Por supuesto también hay comerciantes que no hay quien los aguante. En Lugo sabemos de eso, aunque por suerte la cosa ha ido a menos y ya son las excepciones más que la regla. El típico vendedor que le ves las mismas ganas de que le compres un jersey que de tirarse por el puente nuevo, el hostelero que te mira con desprecio y que parece que te está haciendo un favor al darte una mesa… son un repelente para el cliente. Tener un negocio no implica estar de buen humor todos los días, pero sí que lo parezca. Es parte de la carga del pequeño empresario.
Mi generación, insisto entre la que me incluyo, está educada para vivir de alguien. No tenemos el más mínimo impulso de crear una empresa porque no nos han educado para eso, sino para trabajar en algo más grande, que nos dé todo hecho. Si es la Administración mejor, por aquello de la estabilidad (bueno, a ver cómo acaba esto), pero si no es preferible ponerse de dependiente en un Zara, que no hay que pensar, que montar un pequeño negocio, que exige esfuerzo y trabajo.
No es el único problema, pero creo que es el más grave. También está el cambio de costumbres en los consumidores, que prefieren encerrarse en un mostrenco al que tienen que llegar en coche, donde respiran aire artificial, y del que no sabes si estás en Lugo, Madrid o Sevilla porque la temperatura, los comercios, la estética, los restaurantes, los cines y las cadenas son exactamente las mismas en un sitio que en otro. He de reconocer que aunque los centros comerciales me repugnan profundamente hoy día si quieres buscar ciertas cosas no te queda otra que ir, porque las propias cadenas de ropa, por ejemplo, tienen más surtido en Las Termas de Lugo que en el Zara del centro (no le he cogido manía a Zara, es que es la cadena más simbólica a día de hoy). No son idiotas, si lo hacen es porque les sale más rentable. Lo preocupante es que les salga más rentable.
La sacrosanta comodidad, que ya no es un extra sino un requisito, se está convirtiendo en el último clavo de la tapa del ataúd del comercio tradicional. Obviamente a la mayoría de los ciudadanos les resulta más cómodo bajar en el ascensor al garaje, coger el coche y subir a un centro comercial que pisar la calle y darse una vuelta, ya sea el centro o las tiendas de su propio barrio. En la calle llueve y los nenes tienen que coger la bufanda y no quieren.
Por último, echaría también la culpa a nuestros queridos administradores/gobernantes. Con su manía de hacer grandes zonas industriales, que luego resulta que de industriales tienen lo que yo de obispo, lo que hacen es facilitar y abaratar la instalación de enormes tiendas que hacen la competencia al comercio de toda la vida. Esa competencia no creo que sea necesariamente mala, pero sí me parece sangrante que se pague con los impuestos del comerciante que ve como hace figuritas para pagar sueldos y alquiler del local mientras a otros les semiregalan terrenos públicos que se han construido, urbanizado y alumbrado con su dinero para encima contratar sólo estudiantes a media jornada con sueldos que harían palidecer al mismísimo Ebenezer Scrooge (véase “Canción de Navidad”, de Dickens).
La diligencia con que las administraciones tratan los expedientes de los centros comerciales también es muy llamativa, cuando ves que para el pequeño los trámites no son más que una absurda carrera de obstáculos en que encima nadie te aclara muy bien dónde están las vallas.
La agilización de trámites burocráticos, la instauración de una cultura del emprendedor, la mejora de las formas y los fondos por parte de algunos pequeños empresarios, y la creación de buenas campañas que atraigan al público a la zonas de siempre para comprar son las claves para dar la vuelta a esta situación. Otra cosa es que sea sencillo hacerlo, pero sino ¿qué futuro nos espera? ¿El fin de la pequeña empresa y la creación de monstruosos imperios comerciales que nos uniformen a todos? Pues hacia ahí vamos, nos guste o no.
De todas formas no quiero acabar sin un canto a la esperanza. Esto tiene solución. Miren, la gente funciona por modas y según ahora toca la de los centros comerciales tarde o temprano nuestros vecinos caerán de la burra y se darán cuenta de que es mucho más entretenido y hasta más sano por aquello del aire libre, irse a dar un paseo por el centro que encerrarse en una catedral del consumo.
Las terracitas, las zonas peatonales, la agradable sensación de estar en tu ciudad y no en cualquier otro lugar... acabarán por ganar la guerra aunque ahora pierdan batallas. La cuestión es organizarse un poco y echar una mano a que los clientes vayan cambiando poco a poco de mentalidad. Se puede hacer, y se hará. la velocidad a que se haga dependerá de muchas cosas, entre las que está lo que hagan los principales interesados, los empresarios del centro.
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