Cuando nos cuentan que hoy día no te puedes fiar ni de tu sombra es desgraciadamente cierto. Esto no siempre fue así. Hace más de 60 años a mi abuela Emilia le prestó un señor de Lugo (Don Ramón Jato) 45.000 pesetas de las de entonces - envueltas en un periódico y sin firmar ningún papel - para que pudiera hacerse con el traspaso del que sería el negocio familiar. Hoy esto es impensable, y hasta con un notario delante no tienes la certeza de recuperar la pasta. Eran tiempos en que la palabra y el honor valían más que el documento con sellitos de hoy.
Sin embargo no todo está perdido y desconfiar no es lo mismo que ser precavido. Es el eterno dilema que nos plantan en las pelis americanas de “¿firmo un contrato prematrimonial o eso quiere decir que no confío en mi relación?”, que tantas consultas genera en los despachos de abogados españoles dada nuestra dependencia cultural de los Estados Unidos (¡Ains!, ¡dónde nos estamos metiendo!). Pero eso era sólo un ejemplo de presentación, porque hoy, en nuetro cursillo a plazos de economía doméstica en tiempos de adversidad, les voy a hablar de otro tema: los avales.
En principio a casi todo el mundo le suena el tema de “avalar” pero en el fondo como hacemos casi siempre sabemos de qué va pero no con exactitud.
Un avalista es una persona que responde por otra ante un tercero. El caso más habitual es el del familiar cercano (normalmente padres, abuelos…) que avala a alguien que empieza (para comprar un piso, montar un negocio, en casos más absurdos cambiar el coche o irse de vacaciones…) ante una entidad bancaria. Vemos día sí, día también, casos como los que recoge La Voz de Galicia de hoy de unos señores mayores que están a punto de perder su casa por haber avalado un chalet que se estaban haciendo su hijo y la exmujer de éste.
El problema más grande de los avales es que la gente se mete sin estar seguro de poder pagar el crédito del avalado en caso de que éste no lo haga, y eso es una barbaridad como un castillo. En el cálculo no hay que contar sólo con el préstamo y los intereses, sino con los gastos a mayores que hay cuando el banco tiene que recurrir al avalista, porque se producen tras impagos del deudor principal que generan, a su vez, abusivos recargos y penalizaciones. Cuando la bola de nieve llega al avalista lo deja en pelotas con un descaro absoluto que roza la usura.
La recomendación principal es no avalar jamás a nadie. Suena duro, pero es así. ¿Eso quiere decir que no se pueda echar una mano? En absoluto, pero por otro camino. Es mejor que pida el crédito directamente el familiar “con posibles” y le preste el dinero a quien quiere ayudar, cobrándole mensualmente la cuota e ingresándola directamente al banco. Si esta persona deja de pagar, el “intermediario” puede seguir pagando las cuotas sin recargo, y sin comprometer su patrimonio.
Porque verán, hay una diferencia entre el aval y la hipoteca que el común de los mortales no acaba de pillar: mientras con la hipoteca estás poniendo como garantía el bien hipotecado (a pesar de que lo de la famosa “dación en pago” no liquida el total de la deuda, sí la mayor parte), como avalista pones todo tu patrimonio personal, presente y futuro, con lo que puede el bienintencionado abuelo o padre estar pagando el crédito del nene caprichoso (o del pobre hombre con mala suerte, que de todo hay) el resto de su vida.
Para más INRI el avalista cobra detrás del banco en caso de impago. Les pongo un ejemplo. Una persona quiere comprarse una casa de 200.000 euros pero como su sueldo es de mileurista (hay casos reales, no se me alteren, que la gente está como una cabra) el banco le dice que sin aval ni lo sueñe. Recurre a sus padres que acceden a avalarle. Llega la crisis, despiden a la pareja del hipotecado y como no le llega ni para la letra del piso, dejan de hacer el pago. El banco recurre al avalista y le reclama los impagos más las correspondientes sangrías en forma de intereses de demora y recargos varios, con lo que un montante de 2.000 euros se convierte por arte de magia en uno de 6.000. Para mayor fantasía, el banco ejecuta la hipoteca y se queda el piso, ahora valorado en 135.000 euros, y le cobra al avalista (ya que del otro no vuelve a saber nada) los 65.000 restantes. El avalista no tiene ni el dinero, ni el piso, ni perrito que le ladre. Sólo le queda esa deuda de su hijo y un marrón como una catedral.
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