El pasado miércoles día 15 de mayo nos dejó una de las personas a las que más he querido. Mi abuela Emilia, persona muy conocida en Lugo por haber sido la fundadora del Restaurante Verruga, falleció plácidamente mientras dormía la siesta. Se marchó como era, con tranquilidad y sin estridencias, con la nobleza natural que la caracterizaba.
Esta semana les voy a contar cinco historias sobre mi abuela. Seguramente no tienen una relevancia especial en la Historia de Lugo con mayúsculas, aunque para mí son importantes. Tampoco son especialmente cómicas. Simplemente son cinco pequeños relatos que reflejan otros tantos aspectos que yo considero fundamentales de la personalidad de Doña Emilia, como siempre la llamábamos a pesar de tutearla.
La primera de nuestras historias nos lleva a los tiempos cercanos a la guerra civil. Emilia había venido a vivir a Lugo desde su casa natal, que se llamaba San Isidro (curiosamente, el patrón de esta casa es el 15 de mayo, fecha en que falleció), en el ayuntamiento de Guntín, a escasos metros del límite del ayuntamiento de Lugo.
Se instaló en la calle de la Tinería, que actualmente tiene una fama espantosa pero que es su época era la zona más noble de Lugo, como costurera en un edificio que estaba en el patio trasero de lo que hoy es la oficina de turismo de la Xunta de Galicia en nuestra ciudad.
En la época de que les hablo Emilia acababa de conocer a un apuesto joven llamado Cándido Real, que era uno de los pocos mecánicos de los escasísimos coches que existían en la época. Al poco tiempo de conocerse empezaron a pasear juntos, que era la versión de aquel tiempo de “salir”.
Un día, al poco de conocerse, Cándido fue a buscar a Emilia con el mono de faena. Estaba sucio, con manchas de grasa. Le propuso a la que sería mi abuela salir a dar un paseo y Emilia le dijo, sin dudarlo, que sí. Años después Cándido le contó que si ese día no hubiera querido pasear con él, habría dejado de ir a buscarla. Mi abuelo estaba orgulloso de aquel mono, e incluso de esas manchas de grasa porque eran el reflejo de su trabajo, de la profesión que tanto le apasionaba porque si había algo que le enloquecía eran la música y los coches. Ganarse la vida honradamente tampoco era algo que le tuviera que avergonzar ni mucho menos.
Fíjense ustedes qué cosa tan tonta. Si mi abuela hubiera sido una de esas personas que sólo piensan en las apariencias, el “qué dirán”… la historia de mi familia habría acabado antes de comenzar. No se equivoquen, era una mujer coqueta a la que le gustaba ir arreglada, pero si algo valoraba Emilia era el trabajo, y entendía que había un momento para una cosa y otro para la otra. No dejó de dar un paseo con el chico que le gustaba y que sería más tarde su marido por unas manchas de grasa o un uniforme de trabajo.
Muchos años después, cuando yo empecé a echar una mano en el restaurante de la familia, tuve que salir a llevar una comida a una casa. Tendría unos 14 o 15 años más o menos. Iba con el uniforme de camarero: pantalón negro, camisa blanca y chaleco. Me encontré con una persona conocida y me paré a saludar. A la tercera frase me dijo “bueno, me marcho que no quiero que me vean contigo vestido así”.
Dos formas de ver la vida, la “oigh por Dios” y la que se enorgullece de su trabajo, sea el que sea. No les pregunto cuál consideran más acertada, porque me decepcionaría profundamente que dudaran aunque fuera un segundo.
Mañana les cuento otra.
Las actides del Oigh, por Dios son las que nos han llevado a dónde estamos, sin embargo y lamentablemente la forma de vida de tu abuela está completamente pasada de moda. En fin, un fuerte abrazo Luís
ResponderEliminarRoberto, lamentablemente te tengo que dar la razón, aunque las modas siempre vuelven y somos nosotros los que las traemos.
EliminarGracias y un saludo.