Llevamos oyendo hablar del fin del papel desde hace años, pero parece que realmente cada vez se acerca más. La crisis económica se ceba con la del soporte físico en las librerías que sólo se dedican a ese noble oficio, el de vender libros, sin combinarlo con otros no menos interesantes y como la venta de artículos de escritorio, una de mis pasiones (me gustan las cosas de papelería, no me pregunten por qué, porque no sabría explicarlo).
El siguiente clavo en el ataúd del soporte papel es que la educación, el último reducto de la obligatoriedad de comprar libros carísimos, se está digitalizando. La Xunta comienza el curso que viene a introducir los contenidos a estudiar en soporte informático: portátiles, tablets, e-books e incluso móviles (estos últimos con el considerable riesgo de aumentar los afiliados a la ONCE en un plazo de 20 años) servirán para sustituir los pesados tomos de libros de texto que nos hacían cargar en tiempos y que llenaron las consultas de los traumatólogos. Y tengo que decir que me parece fantástico.
El soporte digital en la educación es una cuestión de mero sentido común. Más allá de la tontería de los contenidos multimedia (puede tener sentido para alguna cosa, pero dentro de poco veo a los críos siguiendo “Downton Abbey” en vez de estudiar la revolución industrial) es una obviedad que el dinamismo de un aparatejo digital deja en mal lugar al libro de texto. La conectividad, la posibilidad de que se actualicen los contenidos año tras año sin tener que comprar nada nuevo, las posibilidades de llevar contigo una enorme biblioteca sin cargar más que con un cacharro que pesa 300 gramos… y sobre todo el objetivo primordial que es enganchar a los niños al estudio con un medio que les resulta atractivo y familiar.
Obviamente para un niño-consola de esos que pululan ahora por nuestro país (por las salas de estar o sus dormitorios equipados con lo último de la tecnología, claro, porque por la calle no se les ve demasiado) es más entretenido ver las cosas en una Tablet o en un portátil que pasar páginas de papel, que no creo que estén muy familiarizados con el entorno.
Para los nostálgicos les voy a poner un ejemplo de que la cosa no es tan grave. Mi generación estudiaba con libros, pero muchos se enteraron de muchas cosas que venían en los textos gracias a las series de “Érase una vez”, que inculcaron más historia en nosotros que todos los profesores de primaria juntos, porque era algo entretenido que apetecía ver. Igual que todos recordamos claramente a los glóbulos rojos cargando con bolas de oxígeno o a los blancos con porra de segurata en la versión “de ciencias”, que se titulaba “Érase una vez la vida”.
Llevamos muchos años andando este camino, sólo que la tecnología y Steve Jobs han ayudado enormemente a que ciertas cosas puedan ocurrir.
¿Y los libros? ¿Qué pasará con las bibliotecas? ¿Sustituirá la Wikipedia a la Enciclopedia? No tengo la respuesta a esas preguntas, pero sí una orientación: hace muchos años que existe el bolígrafo, un dispositivo mucho más cómodo, útil y práctico que la pluma estilográfica… y se siguen vendiendo plumas.
La cuestión ya no es si es el camino correcto, porque dudo que tenga vuelta atrás. La cuestión es cómo dirigir ese camino de forma que se alcance la meta adecuada: el aprendizaje. Más que el continente me preocupa el contenido.
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