Una de las experiencias más gratificantes que hay es llegar a casa y tener a alguien esperándote que cuando te ve lo primero que hace es demostrarte que es su mejor momento del día. Si tienen perro sabrán de qué les hablo. El amor incondicional, la fidelidad y la felicidad que transmite uno de estos seres es difícil de explicar si no lo has vivido.
Evidentemente cada perro es un mundo, y también influye bastante la raza. Los Golden Retriever, por ejemplo, de tan amorosos que son pueden resultar incluso pesados (no a mí, desde luego) y los Cocker Spaniel te pueden agotar con sus ataques histéricos de felicidad. Normalmente otros perros tipo Pastor Alemán son más pausados, aunque no menos cariñosos.
Una de las cosas que más me gustó de mi infancia es que tuve la enorme suerte de tener perro. Perra, para ser exactos. Una pastor alemán llamada Lúa (como tantas, igual que “Pichi” era el nombre del canario que teníamos en casa muchos niños) que aún hoy estoy convencido de no tenía muy claro que era un perro y no una persona.
Debía de tener yo aproximadamente seis o siete años cuando llegamos de la comida de Nochebuena en casa de mis abuelos y escuchamos un gimoteo en la cocina. Entramos mi hermana y yo y nos encontramos un cachorro con un lazo rojo. Se pueden imaginar que esa noche no dormimos prácticamente nada.
Con la poca conciencia higiénica que tienen los niños, mi madre debía de estar un poco harta del perro, ya que aunque se suponía que tenía que dormir en el pasillo todas las noches esperaba a que se durmieran los demás y le abría la puerta de mi habitación. Creo que era casi a diario que la perra dormía conmigo en la cama. No imaginan la felicidad que eso suponía.
En verano, en aquellos veranos eternos de nuestra niñez en que un mes era el comienzo de las vacaciones, acortábamos el viaje para volver a ver a la perra. Incluso mi abuelo, al que no le hacía mucha gracia el tema de los perros, se encariñó muchísimo con Lúa y luego con Tim, otro pastor alemán que regalaron a mis padres y que aceptaron para completar “la pareja”.
Con todos estos antecedentes les resultará difícil entender por qué no tengo perro. A mí también me cuesta a veces. No lo tengo porque los adoro, y no creo que pueda atarme a una responsabilidad tan grande para los próximos 15 años.
Tener perro es todo lo dicho, pero también es mucho más. Sacarlo a pasear varias veces al día, no tener la libertad de decir “me voy el fin de semana” así por las buenas, incluso no poder elegir si ir a comer fuera de forma improvisada… Es una gran responsabilidad que no puedo asumir y más viviendo en un piso sin terraza. Otra cosa sería si tuviera una de esas enormes que hay en algunas viviendas de Lugo, que me dan una envidia tremenda.
Ahora viene el verano y aumentan notablemente los abandonos de perros. La gente que los compró o los aceptó sin pensárselo dos veces, como si en lugar de un ser vivo fuera un muñeco a pilas, se encuentra con los problemas reales de tener una mascota. Son muchos y muy incómodos, pero desde el momento en que aceptas la responsabilidad tienes que apechugar, o no haberte metido en el juego. Y si te lo regalaron, que también hay que estar loco para regalar un ser vivo sin preguntar antes, y lo aceptaste el problema es idéntico. Excusas las justas.
Mañana mucha gente empieza las vacaciones. Los que tienen perro han de buscar una alternativa para el animal. Los “hoteles” de perros son caros y no todos los familiares pueden o quieren aceptar cuidar de mascotas ajenas.
Pues eso hay que pensarlo antes. Por eso no tengo perro, ni siquiera cuando me tentaron (y mucho) con regalarme un cachorro. Si no se puede, no se puede.
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