Viajar es un coñazo. Entiéndanme bien, lo bonito es conocer sitios diferentes y ver lo que hay por ahí, porque entre otras cosas te ayuda a poner en perspectiva lo que conoces o crees conocer. Pero el viaje en sí mismo, el desplazamiento, no deja de ser un tostón. No es muy saludable eso de tener que estar con una antelación ridícula en un aeropuerto para hacer una cola aún más ridícula mientras gente que parece no haber buscado un número de asiento en su vida entorpece el paso y se coloca como si en lugar de volar fueran a quedarse acampados un mes.
A eso hay que añadir que en ciudades como Lugo, donde no tienes aeropuerto, te toca molestar a un familiar para que te lleve a Coruña o Santiago en el mejor de los casos o encarecer tu viaje haciendo una escala en Madrid, con el sobrecoste que supone el billete de tren o bus para ir allí y el hotel en caso de que no te encajen los horarios convenientemente.
Si vas a un país civilizado estilo Europa (incluyendo Italia en el lote, que en esto nos da sopas con hondas) tienes la gran ventaja de que una vez has aterrizado el transporte público es excepcional. Trenes cada pocos minutos para casi todos los destinos, con una puntualidad prusiana o británica, según las filias y fobias de cada cual, te acercan a donde quieras ir y dejan los autobuses para destinos muy secundarios, donde no hay trazado de vías de tren, que parece ser la excepción.
Las ciudades más turísticas te acogen con amabilidad y te indican razonablemente bien cómo ir de un sitio a otro, hacen pases de transporte público de un día, dos, una semana o lo que necesites, diferenciando entre el ciudadano local, que tiene sus grandes ventajas por vivir allí todo el año, del visitante ocasional, al que también resulta cómodo el sistema porque le facilita la vida.
Incluso las ciudades más turísticas de España, quizá con la salvedad de Madrid o Barcelona, dejan mucho que desear en este aspecto. Llegar a la estación de tren o de bus de Santiago es aterrizar en un páramo en que nadie te explica gran cosa. Las de Lugo mejor no las mencionamos, porque en nuestra ciudad tenemos la ridícula costumbre de tirar el dinero en chorradas como por ejemplo poner las dos únicas oficinas de turismo (la de la Xunta y la del Ayuntamiento) a pocos metros una de la otra, en sitios casi ocultos, mientras el turista se siente desamparado en las frías, anodinas y, en el caso de la de autobús principalmente, feas estaciones que padecemos.
Recientemente la Xunta le hizo un lavado de cara a la estación de bus, y algo ha mejorado, hay que reconocerlo. Tampoco creo que sea tan horrible como para tirarla (sí, ya sé que acabo de decir que es fea, pero no tanto como para eso), siendo su principal problema su uso. En lugar de abrir la parte superior, que en tiempos era una sala de espera y dormitorio de indigentes, para su uso como cafetería, por ejemplo, o de habilitar una pequeña oficina de turismo en alguno de los locales hoy abandonados y que le dan al recinto un aspecto siniestro, preferimos meter setecientos y pico mil euros en una cafetería en el Parque de Rosalía o barbaridades semejantes.
Tampoco recibe el turista información en el sitio natural para ello, los accesos al casco histórico a través de las puertas de la Muralla. No vaya a ser que les orientemos con facilidad. Esto es una graciosa yincana en que el visitante ha de superar las pruebas que ponen su capacidad en entredicho: saber los horarios de los autobuses urbanos desde la estación de tren al centro, encontrar tu hotel, averiguar dónde está la oficina de turismo, conseguir visitar los museos haciendo un sudoku de horarios (ya que no todos tienen las mismas horas de apertura, por increíble que parezca)…
Cuánto tenemos que aprender. Yo no soy partidario de convertir Lugo en una ciudad turística al estilo de Santiago o similar, ya que aprecio a tranquilidad de mi ciudad en lo que vale. Pero de ahí a tratar mal al que viene a pasar unos días media un abismo. Y aquí se le trata bastante mal, al menos en lo que a información práctica se refiere.
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