En esta época de “cuñadismos” en que todos creemos saber qué sería mejor (tanto los que dicen que se está haciendo todo muy mal como los que sostienen que el Gobierno tiene la Verdad absoluta y jamás se equivoca, obviamente nadie dice algo pensando que no tiene razón) lo único que podemos hacer cada uno de nosotros es aplicar el más elemental sentido común, la lógica basada en los escasos datos que se nos dan y que, encima, tenemos que poner en cuarentena, una palabra que no olvidaremos jamás.
Ayer les explicaba por qué no comprendo que se empiece a hablar de relajación cuando la situación no ha mejorado, solo “empeora más despacio”, como si eso fuera un logro. Hoy me pregunto por qué no es posible hacer test masivos a toda la población. Nos cuentan que España es de los países del mundo que más pruebas hacen, pero qué quieren que les diga, no comprendo que no sean más en todas partes, ¿será que es muy complicado producirlos? No tengo ni idea, pero el camino de la salvación es ese, parece obvio.
Verán, hasta el mismísimo Dios, según el Antiguo Testamento, necesitó que los judíos le señalasen sus casas pintando las puertas con sangre para no llevarse por delante a sus primogénitos en el “contencioso” que tuvieron Jehová y el faraón de Egipto. Obviamente es una metáfora que los nazis convirtieron en una terrible realidad a la inversa con sus estrellas amarillas, que identificaban a los “enemigos del pueblo”.
Como especie siempre hemos tenido la absurda tendencia de separar a “los nuestros” de “los otros” (hoy me voy a quedar sin comillas en el teclado), aplicando criterios más visibles como el color de la piel o menos detectables, como si el lugar de nacimiento está a un lado u otro de una línea imaginaria, la religión o las tendencias sexuales. Algunos defienden esas separaciones como una característica gregaria de defensa de la manada, aunque si les digo la verdad a mí me parece un disparate residual de cuando nos bajamos de los árboles.
Pero si bien es cierto que la separación arbitraria es una barbaridad, en casos como el que nos ocupa, el de una pandemia, es una cuestión de salud pública. Obviamente no estamos hablando de que quien tenga el coronavirus tenga que llevar una esquila o una carraca para identificarse, como los leprosos de la antigüedad, pero sí parece que es de sentido común que todos podamos saber la situación de nuestra salud y tomar las medidas oportunas.
El fondo del asunto es el evidente: hay que detectar dónde actuar y dónde no. Si los test tienen un coste de aproximadamente 10 euros y tenemos 47 millones de habitantes, parece que lo lógico sería gastarse 1.500 millones de euros en test, para hacernos uno a la semana cada uno durante un mes (supongo que harán ofertas por lotes).
Sí, ya sé, no es tan fácil comprarlos. Lo que es preocupante es que el país que presumía de tener “la mejor sanidad del mundo” sea totalmente incapaz de producirlos, al igual que mascarillas y demás material de protección, y los esté importando del país donde, paradójicamente, empezó todo este caos. Claro, al traerlos de fuera ya entras a competir con los demás países y ahí entra la ley de la oferta y la demanda.
Puedo entender que en los primeros días esto no se enfocase así porque había otras urgencias, pero a día de hoy, creciendo el número de infectados (y lo que rondaré, morena, porque cuantas más pruebas se hagan más casos van a aparecer) no me cabe en la cabeza que la prioridad absoluta no sea detectar y aislar a los positivos.
Se nos dice que 15 casos comenzaron con todo este circo, imaginen los miles de ciudadanos que no saben que están contagiados que andarán (o andaremos, quién sabe) por ahí esparciendo el bicho.
Y con esa inseguridad, cuando están empezando a hacer estudios porque no tienen ni idea de por dónde van los tiros, nos hablan de “desescalada”.