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miércoles, 8 de marzo de 2023

Las dos mujeres de mi vida

Emilia y Miluca en la barra del Verruga

Las principales mujeres de mi vida son dos: mi madre y mi abuela. Ambas más parecidas de lo que cabría esperar con un salto generacional enorme por la época que les tocó vivir, ambas dueñas de sus destinos y ambas mujeres fuertes y de carácter, pero no por ello de mal carácter, que a veces parece que lo uno tiene que ir con lo otro, y no.

Mi abuela Emilia nació en 1917. Vivió la Guerra Civil, la II Guerra Mundial, el franquismo, la transición y muchas más cosas. Tuvo un problema médico que hoy en día, que somos más blanditos, a cualquiera nos habría postrado en una cama durante años. Ella no tuvo esa posibilidad, tenía que sacar adelante a su familia y trabajó lo que no está en los escritos.

En el año 1951 mi abuela cogió las riendas de lo que era una tasca popular, el Verruga, y la convirtió en un reconocido restaurante a base de tesón, trabajo duro y una mano en la cocina inigualable. Pero lo relevante a los efectos que nos ocupan es que el restaurante estaba a su nombre, no al de mi abuelo que sería lo normal en esa época. Legalmente las mujeres no pintaban nada, estaban subyugadas por sus maridos, pero (y ahí algo de mérito habrá que darle también a mi abuelo, que parece que los hombres siempre hemos sido malvados y abusones) Emilia fue dueña y señora del restaurante desde el primer día, una excepción en una normalidad vergonzosa que no se corrigió hasta los años 80.

Doña Emilia era mucha Doña Emilia. y quien financió la operación, Don Ramón Jato, un empresario miembro de una conocida y reputada familia que ayudó a muchísima gente a montar sus propios negocios, le dejó el dinero a ella (expresamente) y fue ella la que tuvo el negocio a su nombre hasta el día de su fallecimiento, 62 años más tarde. Sus esfuerzos y su labor pionera le valieron un reconocimiento de la Xunta de Galicia, que le otorgó la Medalla de Galicia en el año 1998.

Digna hija de su madre es la mía, Miluca. Nació en 1950, por lo que lo más gordo del franquismo lo vivió de niña y, aunque seguía habiendo muchas limitaciones, las cosas fueron cambiando. Se crio en un hogar en que veía a sus padres trabajar de sol a sol, pero en lugar de reaccionar rechazando ese modelo fue capaz de reconstruirlo para, trabajando después en el mismo sector, moldearlo para hacerlo más familiar.

Cuando mis abuelos se jubilaron (otra cosa excepcional porque en hostelería nadie deja un negocio, se quedan allí hasta que literalmente se mueren o no se tienen en pie) ella y mi padre tomaron las riendas del negocio, que mejoraron y al que dieron una proyección todavía mayor… pero dejando siempre en primer lugar a la familia. Eran otros tiempos, no los durísimos que les tocó vivir a mis abuelos, y podían permitirse el lujo de que uno de los dos se quedase en casa con nosotros mientras el otro trabajaba. Automáticamente todo el mundo daba por sentado que mi madre se quedaba y mi padre trabajaba. Pues no, de hecho solía ser más habitual al revés y mientras ella se quedaba en el restaurante él nos hacía la cena y se encargaba de lo doméstico. Por días, tampoco era algo matemático.

Más allá del restaurante mi madre siempre ha sido, y sigue siendo, una persona libre y feliz, en todos los aspectos de su vida. De nuevo aquí hay que dar un mérito a mi padre, porque hoy día es muy normal ver las cosas así pero en los 70 no era tan sencillo. También es cierto que si no tuviera esa forma de pensar creo yo que mi madre no se habría casado con él.

Me cuesta poner ejemplos porque es una cosa del día a día, de una normalidad que en mi casa siempre fue así y que a mí me chocaba que en las de mis amigos fuera diferente. De hecho me sigue sorprendiendo a día de hoy. No había ese rollo de “mi padre le dejó sacar el carnet de conducir a mi madre”. En nuestra casa no nos cabía en la cabeza esa diferencia. Se sacaba el carnet por los mismos motivos que mi padre, porque es algo útil y porque quería conducir. O se va de viaje a conciertos en el quinto pino “porque le dejan”, otra pata del mismo banco que nos parecía lo normal sin autorización alguna, sólo faltaría, aunque por lo que se ve no lo era.

En todo esto creo que el principio básico se repite: libertad, igualdad, normalidad… valores que siempre vimos así en casa y que por eso siempre me costó mucho entender que hubiera que reivindicar en la calle. Sí es cierto que hay ciertas cuestiones que incluso para nosotros hay que pulir, muchas derivadas de la personalidad de cada cual y no de una asignación de roles de género, pero lo gordo está hecho.

Puede que por eso me cueste realmente comprender algunas cosas que veo fuera, porque ni mi madre ni mi abuela nos las transmitieron. Jamás les escuché a ninguna de la dos cosas nada que se pudiera interpretar como un “respeto al marido”, porque ellas siempre han respetado a todo el mundo, sin jerarquías ni rangos.

Ojalá todo el mundo fuera como mi madre y mi abuela. Nos ahorraríamos muchos disgustos.

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