martes, 9 de agosto de 2016

- Me llamo Ursicio, ¿y tú? - Lobo - ¡Anda que nombre más raro!

¡La que se ha liado porque han querido llamar “Lobo” a un niño! Si les soy sincero me cuesta entender tal revuelo, y más aún que se les pusiera alguna pega a los padres.

Creo que el asunto tiene dos vertientes. Por un lado la “administrativa” y por otro la del nombre en sí. Empecemos por la de la supuesta necesidad de que una administración de autorice o no a nombrar a tu hijo como te salga de las narices.


Hay nombres peores
Me cuesta mucho trabajo entender que en un país donde no hace mucho había (y hay) nombres como Eusiquicio, Frumencio, Ursicio, Prepedigna, Exiquia o Afrodisia se ponga el más mínimo reparo a llamar Lobo a un chico. Neymar nos suena normal porque hay un tipo famoso que se llama así, pero si no ya me dirán ustedes qué sentido tendría incluirlo, igual que otros más raros aún como Yeiden, Yadel, Ritaje o Naevia, todos perfectamente admisibles en el registro civil. Para rizar el rizo son totalmente reales nombres como Superman, Lady Di, Pamela Anderson, Messi o María Iniesta, e incluso existe un tal Goku.

¿De verdad ante este panorama a alguien le suena tan raro llamar Lobo a un crío?

Lo que me cuesta más es tragar que un señor, por muy representante de los poderes del Estado que sea, se meta a juzgar si el nombre que uno elige para su hijo es o no es razonable. Obviamente debe haber límites y no es plan de aceptar palabras malsonantes, insultos o cosas así para llamar a alguien, pero lo estrafalario es más cuestión del que ve que del que escribe, así que lo suyo sería ser muy limitado a la hora de restringir opciones.

Y ahora entramos en la segunda parte. Una vez que hemos determinado que la libertad de los padres ha de ser lo más amplia posible, está el tema de la responsabilidad.

Por mucho que a uno le guste el fútbol, llamar a tu hijo como el apellido de tu jugador favorito es una maldición que le perseguirá toda la vida. Lo de llamarlo Goku o Superman ya ni les cuento.

A veces da la impresión de que para hacerse los originales se cae en la gracieta fácil, sin tener en cuenta que ese crío va a tener que llevar ese nombre toda su vida, o al menos hasta que decida cambiárselo porque el trauma que le ha supuesto no le resulta tolerable por más tiempo.

Más que legislar lo suyo sería reflexionar. Hay una historieta de Don Camilo, el cura italiano creado por Giovanni Guareschi y que se cuenta entre mis lecturas favoritas, en que su eterno adversario, Peppone, quiere llamar a su hijo “Lenin Libre Antonio”. Tras liarse a bofetadas, cosa habitual en esas historias, resuelven llamarlo “Libre Camilo Lenin”, con el razonamiento que mientras entre la libertad y Lenin esté Don Camilo todo estará bien. La historia tiene gracia y está muy bien contada, pero el único razonamiento válido es el del Cristo del altar, que habitualmente interviene en diálogos con Don Camilo, que reflexiona que es mejor hacer ver a los padres los problemas que puede acarrear a un niño ponerle un nombre estrafalario.

Lobo, personalmente, no me disgusta como nombre, pero aunque no me pareciera adecuado es decisión de los padres, y francamente mejor eso que “Kevin Cosner de Jesús”.

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