No se asusten, que no voy a hablar de las relaciones Iglesia-Estado, aunque si quieren un día entramos en el tema a pesar de que ya he tocado esto en alguna ocasión. Nota al margen: agradezco los comentarios, sugerencias, críticas y correos que algunos lectores me envían, pero invito a que lo hagan en la sección de comentarios de los artículos, ya que puede ser enriquecedor siempre que se haga con una cierta dosis de prudencia lingüística. Volviendo al tema, lo que quiero es abundar en algo que también es tema recurrente en este blog y que es el espíritu crítico del que carecemos hoy día como Sociedad.
La mayor parte de los dogmas religiosos no fueron tales en origen. El tema de no tocar la piel de un cerdo muerto, de no comer una cosecha de cada cuatro y cosas así no surgieron como inspiraciones divinas, sino con fines prácticos: evitar la triquinosis, conseguir alimentos gratis para los sacerdotes… El problema es que tras una serie de años, decenios o incluso siglos, muchas de esas consignas prácticas perdieron su sentido y sólo quedó la forma sin fondo alguno.
Religión y Política tienen mucho que ver. Para empezar porque una y otra fueron intercambiables durante siglos: quien ejercía el poder político utilizaba la religión (véanse las persecuciones de la Orden del Temple por ejemplo) y viceversa, la Iglesia acumuló un poder terrenal totalmente ajeno a su supuesta función espiritual.
Aunque hoy su relación es tirante no se trata de buscar puntos de conexión entre ambas cosas, que no voy por ahí, sino de la postura del fiel, el creyente, el afiliado, el simpatizante, el ciudadano, con los dogmas de los dos mundos.
En este momento en que estamos, en que España por una amplia mayoría se ha arrojado en brazos de los recortes de la Administración, es más importante que nunca que estemos vigilantes. Puede que alguno se extrañe de leer esto de mi, porque saben que soy un firme defensor del adelgazamiento del sector público, pero no tanto si me leen habitualmente, ya que por encima de todo, de mis propias convicciones en cuanto a administración y política, está mi más férrea idea base: la del ciudadano como espíritu crítico, como garante de la libertad individual.
En este país, maniqueo como pocos, en que encasillamos todo en “bueno o malo” automáticamente, es difícil diferenciar entre la convicción y el seguimiento cual oveja. Un ejemplo que pongo a veces porque me parece totalmente evidente es el de la reforma del Estatuto de Autonomía. Si ustedes preguntan por ahí si la gente es partidaria de “reformar el Estatuto de Autonomía para aumentar el autogobierno” un porcentaje altísimo contestará que sí, que están de acuerdo. Sin embargo si les preguntan qué cambiarían y qué es lo que no permite hacer el Estatuto actual se quedan en blanco porque realmente lo único que hacen es repetir un eslogan, una consigna que ha sido implantada por un argumentario político.
Ser ciudadano es cansadísimo. Implica leer, buscar y, lo más fastidiado de todo, pensar por uno mismo. El ciudadano ha de ser desconfiado por naturaleza, sobre todo de los planteamientos que se hagan desde el poder. Ser desconfiado no quiere decir que se diga que no a todo, no me malinterpreten, sino que se analice el porqué de las cosas y si el camino propuesto es el más adecuado.
Ahora que se da en un partido la mayor acumulación de poder político que recuerda mi generación es el momento de ser prudentes. No escuchen cantos de sirena ni del Gobierno, ni de la Oposición, ni de los sindicatos, ni de la CEOE, ni de grupo alguno. Escuchen sus argumentos, a quienes los den, y valoren cuál puede tener razón en cada momento, porque esa es la esencia de la ciudadanía y, por tanto, de la Democracia en sí misma.
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