Eso es, precisamente, lo que gusta del caso. Ver que los de arriba también hacen el ridículo, que se les puede engañar, que se les puede manipular, que van corriendo tras un presunto enlace de la Casa Real y que ese mismo interés es el que les hace tropezar con la estafa y el ardid. ¡Qué divertido es ver caer a los poderosos! Parece que san Nicolás ha llegado antes de Navidad, porque la diversión es el mejor regalo.
Pero cuidado, porque sólo aceptamos ese prisma cuando nos da por ahí, cuando nos cae en gracia el presunto chorizo, o cuando ejerce al 50% de Robin Hood, cumpliendo la parte de robar a los ricos aunque se olvide de la de dárselo a los pobres. Eso en España nunca ha sido requisito para ser popular y caer simpático, con la parte de ir a por los de arriba llega.
Nicolás no hizo lo que hizo por hacerse un álbum de fotos. Eso lo hacía el “Rei das tartas” y no pasaba de una mera anécdota. Yo mismo vi a este último asaltar a una sorprendida Montserrat Caballé, que apenas fue capaz de componer una sonrisa antes de que el fotógrafo le atizara con el fash.
Pero a lo que íbamos, el chico no cometió una gamberrada para hacerse conocido, sino que por lo visto tenía intereses más mundanos, más ligados a su cuenta corriente. Vamos, lo que se dice una estafa en toda regla pero al por mayor.
Lo más triste del asunto es que quien levantó la liebre no fue un alto cargo de ningún ministerio, ni el alcalde de Ribadeo (nacionalista, por cierto, pero que entró a la cucharilla con el cebo de la Corona como los demás), sino un empresario que sabe por dónde se mueve, el jefe de Alsa.
La historia de Nicolás es rocambolesca, claro que sí, y tiene su punto de diversión, pero no olvidemos de lo que hablamos: de supuestas estafas. Que lo hiciera bien no es excusa para reírle las gracias, y más en un momento en el que aceptamos la tolerancia cero como mantra para luchar contra la corrupción, al menos desde abajo.
O creemos en la honradez, o no creemos. Pero cifrar nuestro apoyo a la simpatía del delincuente me preocupa seriamente.
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