martes, 28 de octubre de 2014

Si el Estado falla, ¿para qué piden más?

Ya no es la crisis, ya no es el paro, ni la amenaza del rescate. Es la corrupción la que nos tiene a todos hasta las narices, por ser fino aunque el momento exige un poco más de contundencia.


 Ahora resulta que, ¡oh sorpresa!, hay una presunta trama organizada para cobrar una serie de porcentajes de los contratos que la administraciones públicas adjudican, siguiendo los principios de concurrencia competitiva, transparencia, publicidad, legalidad y no sé cuántas cosas más. Lo que no encaja es que, si se cumplía todo esto, para qué se pagaban las comisiones.

Esto ya no se arregla con atajar los cuatro o cinco casos de corrupción, ni los cuarenta o cincuenta, ni los cuatrocientos o quinientos. El fondo del asunto es que esto es más descorazonador que cuando Dios se llevó por delante las ciudades de Sodoma y Gomorra, porque aquí no sólo no encontramos ni los diez justos que eviten la masacre, sino que no hay ni un Lot al que avisar para que ponga pies en polvorosa.

Saben que yo sigo insistiendo en la presunción de inocencia como deber sagrado de todo fiel al Estado de Derecho, pero la verdad es que cada día nos lo ponen más difícil. Se está convirtiendo en una cuestión de fe de difícil defensa, como la transubstanciación o la presunta elección de hombres y no de mujeres por Cristo para llevar a cabo su labor evangelizadora.

Nos ponen difícil defender la honorabilidad de una dedicación, la de la política, cuyo objetivo y fin último es el más noble de los posibles: colaborar con tu sociedad a que las cosas vayan mejor. Pero no es el caso. La cueva de ladrones en que por lo que se ve han convertido este país no tiene límite en cuanto a profundidad ni gravedad de los desfalcos.

No hay administración ni nivel que se libre. Desde el más pequeño ayuntamiento a la Corona, aquí todo el mundo ha metido mano a la caja común, ante el aplauso cómplice, y suponemos que previo pago, de quienes debían velar por su integridad.

Todo ha fallado. Mecanismos de control, funcionarios que han de salvaguardar la legalidad, diferentes órganos de supervisión… Ninguno ha cumplido su cometido porque el pecado original de nuestra democracia es que está basada en el poder absoluto e indiscutible de unas Cortes Generales que a su vez dependen exclusivamente de la partitocracia atroz en la que vivimos.

Pero no se engañen, el dictamen es unívoco y claro, pero la receta para la curación no es la misma para todos. La panacea no es echarnos en brazos del primer iluminado que nos pase por delante, tenga o no coleta, y poner ese poder absoluto en manos del que nos come la oreja con palabras bonitas y diagnósticos acertados. La solución es limitar ese poder absoluto.

Que los partidos políticos hayan pervertido esta democracia, convirtiéndola en una caricatura de sí misma, usando el voto como un arma arrojadiza en lugar de como la hermosa herramienta que es, dice muy poco de los partidos pero menos aún de la ciudadanía que lo consiente día tras día. Esto es por nuestro segundo defecto nacional, la pereza, que hace que en España la reacción de indignación convierta nuestras quejas en votos para una presunta alternativa, pero no en implicación personal, no sea que se me estropeen las uñas.

Lo más absurdo de todo esto es que quien viene a salvar la patria no es el que pide menos Estado, que parecería lo lógico, son el que exige más. Todo lo que está pasando no nos convence de que lo suyo es que el ciudadano normal desconfíe de lo público, base del pensamiento liberal, sino que al contrario, vemos que la masa pide más control, más medidas, más Estado, más caldo de cultivo para la corrupción.

Inconcebible, pero es lo que hay, fruto de la completa incultura política de esta España nuestra y de la profundidad de análisis, que se puede comparar, sin equivocarse demasiado, con la de un plato sopero, y no muy lleno.

Reflexionen. Si el Estado ha fallado, ¿no es hora de probar a reducirlo a ver qué pasa?

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