miércoles, 22 de mayo de 2013

III.- Los límites de la ambición

Fueron pasando los años y la que era una taberna se convirtió primero en una casa de comidas, y luego en un restaurante. Era esa época de finales de los años 60 y primeros de los 70 en que el “milagro español” hacía que los negocios prosperasen siempre que se trabajara, y más si se trataba de un restaurante con Emilia en los fogones. En 1.969 el Verruga recibió la “placa al mérito turístico”, el premio más prestigioso que había en la época a nivel nacional (lo concedía el Ministerio de Turismo) y así se reconoció el trabajo con que Emilia y Cándido sacaron adelante el Verruga durante años. 

Entonces surgió la idea: un gran local de banquetes. Parecía el siguiente paso lógico, ya que el local del Verruga es muy reducido. Para poder superar las limitaciones físicas del restaurante se propusieron abrir una “filial” de mayor tamaño en que se pudieran ofrecer grandes comidas para bodas y cosas de ese tipo. 

Compraron un local en la calle Camiño Real, de aquella 18 de julio, y empezaron a buscar el equipamiento necesario. Miraron mesas, sillas, mantelería, cubertería, cristalería, personal, lámparas… bueno, todo lo que se puedan imaginar. 

Y poco antes de ponerse a ello en serio, de hacer los pedidos del material y contratar al personal… Emilia decidió que no, que prefería dejar las cosas como estaban. Cándido se sorprendió bastante, porque la inversión más grande, el propio local, ya estaba hecha, pero Emilia le convenció. El Verruga les daba ya una buena rentabilidad (era una época próspera) y mucho trabajo, ¿para qué complicarse la vida más aún? 

Mi abuela se levantaba todos los días tempranísimo. Antes de las ocho de la mañana estaba en la plaza de abastos para buscar las cosas más urgentes. En aquella época se hacía la compra en el mercado y no era habitual, como ahora, encargar casi todo directamente a lonjas y marineros. Todo Lugo sabía que si querían comprar lo mejor de la plaza tendrían que madrugar más que ella, cosa difícil, y llegar antes a los puestos. Enviaba al restaurante los productos más urgentes, desayunaba en la cafetería del mercado, y luego seguía haciendo su ruta diaria para completar su amplia cesta de la compra. A continuación se metía en la cocina del Verruga hasta que salía el último comensal. Por la noche, otro tanto de trabajo de cocina. No me quiero ni imaginar cuántas horas echó frente a la cocina de carbón, del Verruga ¿De dónde iba a sacar el tiempo para otro local? ¿De sus casi inexistentes minutos libres? 

Una de las más grandes lecciones de vida que me enseñaron mi abuela y mis padres, que la asumieron como propia, es esa: a partir de un mínimo que te permita vivir con cierto desahogo… el dinero no lo es todo. Trabajar a destajo para conseguir un nivel de vida razonable sí, pero hay que saber parar llegado un punto. Dónde está ese punto es una cuestión que cada uno ha de resolver personalmente.

Probablemente el local de banquetes les habría ido muy bien, pero a costa de sacrificarse aún más. Si eso lo hubiera sostenido una persona vaga tendría una credibilidad relativa, pero dicho por una persona que luchó como una leona y trabajó la barbaridad de horas que echó ella durante años, es una lección de la que tomar nota. No es un canto a la vagancia, sino a la importancia del tiempo, nuestro bien más escaso.

La hostelería es muy dura, razón principal por la que yo mismo escapé de ella como del fuego. Tiene unos horarios espantosos y, encima, se completa con un calendario de trabajo surrealista. Para hacer vida familiar es lo peor, ya que cuando los hijos tienen vacaciones es cuando los padres más trabajo tienen, y viceversa. Si les soy sincero aún no tengo muy claro cómo hicieron mis padres para que todos los recuerdos que tengo yo de mi infancia sean con ellos, porque no es nada fácil. 

Si a eso le añades un segundo negocio, que duplica todas las preocupaciones y problemas, entonces directamente renuncias a la poca vida personal que te queda. Estás vendiendo tu propio tiempo libre y la única cosa que no se puede recuperar ni comprar por mucho que ganes es, precisamente, el tiempo. 

Como segunda parte de esta misma filosofía, cuando se jubiló dejó el restaurante en manos de mis padres, lo que es mucho más difícil de hacer que de decir. No todo el mundo sabe dar ese paso y vemos que la mayoría de los empresarios que levantaron un negocio gastan sus últimos y preciosos años en “vigilar” que todo siga como ellos consideran que tiene que seguir. Es un error que Emilia no cometió. 

Mi abuela tuvo una larga y próspera vida, y no desperdició ni uno solo de los días que vivió. Aunque tuvo una profesión que no facilitaba precisamente el ocio, y que le restó más tiempo con los suyos del que le hubiera gustado, supo poner freno a la ambición y buscar un límite razonable. Algo muy complicado de hacer. Algo que hay que aprender.

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