martes, 21 de mayo de 2013

II.- Confianza


Ya casados Emilia y Cándido se trasladaron a vivir a La Coruña. Montaron un bar llamado El Cascabel (que, por cierto, aún existe). Unos malos negocios relacionados con la construcción (esto debería sonarles que estamos igual ahora) les hicieron volver a Lugo prácticamente arruinados, y mi abuelo se puso a trabajar en un almacén de “coloniales”, como se llamaban entonces, de don Ramón Jato. 

Mis abuelos querían prosperar y deseaban abrir un negocio, así que surgió la posibilidad de coger el traspaso del Verruga, una taberna de la calle de la Cruz que hasta tenía el suelo de tierra en la parte trasera, para que se hagan ustedes a la idea. El traspaso ascendía a 45.000 pesetas, que mis abuelos, por supuesto, no tenían. 

Don Ramón Jato llamó a mis abuelos a su despacho y le dio a Emilia un paquete envuelto en periódicos diciéndole algo así como “Emilia, cuando pueda me lo devuelve”. Dentro había 50.000 pesetas, que en la época era una pasta: 45.000 para el traspaso y 5.000 para gastos que pudieran tener para hacer alguna pequeña reforma o lo que necesitaran. 

No se firmó un papel, no había notario, ni siquiera testigos. Si mis abuelos hubieran negado más tarde haber recibido ese dinero Don Ramón no lo habría podido recuperar jamás. Por supuesto ni se les pasó por la cabeza. Al cabo de unos años de duro trabajo mi abuela le devolvió el dinero. 

La verdad es que puede parecer que esta historia demuestra más el carácter de Don Ramón que el de mi abuela, pero es porque lo vemos con el punto de vista del año 2013. En 1.951 una mujer no podía hacer absolutamente nada sin la autorización de su marido: no podía poner una denuncia, firmar un crédito, cobrar una herencia de sus propios padres y, mucho menos, recibir un préstamo para montar un negocio. Tengo una copia por ahí de la “autorización marital” que tuvo que firmar Cándido para que Emilia se pudiera encargar del negocio. 

Sin embargo Emilia era una mujer que siempre superó esas barreras, por supuesto gracias también a que mi abuelo era una persona que hoy consideraríamos “normal” en ese sentido. Imagino que de aquella sería poco menos que revolucionario. Nunca se interpuso en nada y siempre vio con una absoluta naturalidad que su mujer llevara las riendas de un negocio en el que él, por otro lado, fue una parte imprescindible. 

Pero, sin infravalorar ni un ápice el mérito de Cándido, a quien Don Ramón le dio el paquete y su seguridad fue a Emilia. En una época como la que les estoy describiendo no deja de tener su importancia que inspirase tal confianza. Respondió a ella con total responsabilidad. 

Hoy día incluso con un documento ante notario uno no está muy convencido de que los demás vayan a cumplir los pactos, ya que en nuestros días la palabra, el honor, la decencia… son términos que parece que muchos consideran sinónimos de “estupidez”. 

Puede encontrarse una contradicción entre lo que les estoy diciendo y lo que les contaba ayer sobre que a Emilia le importaba un cuerno el “qué dirán”. No hay choque alguno entre ambas cosas: mi abuela no se abochornaba de aquello que le parecía digno, lo que no quería es tener que sentirse avergonzada de sí misma, y ahí está la importancia del matiz. 

Su escala de valores era lo importante. No llevaría bien que alguien le pudiera afear lo que ella misma consideraba “malo”, pero le resbalaba lo que opinasen sobre lo demás. Hay que tener una personalidad muy fuerte para poder sobrellevar eso, y más en ciertas épocas. Ella la tenía, y les garantizo que mantenía sus valores a rajatabla.

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