jueves, 11 de septiembre de 2014

Viajando hasta ves cosas y todo

Viajar es algo maravilloso. Casi tanto como volver a casa. Lo malo es que normalmente hoy día tienes poco tiempo y aún menos recursos para tomarte las cosas con la calma que requieren, y nos limitamos a hacer turismo, que es como ver la película en vez de leer el libro.

Atrás quedan aquellos viajes de meses que se hacían en el siglo XIX, con diarios de anotaciones llenos de asombrosas afirmaciones que luego, encima, resultaban ser ciertas. Imagino la cara de pasmo del primer gallego que vio las pirámides de Egipto, o del londinense que visitó las ruinas del Coliseo. Esos tiempos quedaron atrás, y aunque soy bastante forofo de los viajes, reconozco que el turista medio me repugna bastante porque suele ser bastante maleducado y muy poco considerado, quizás porque está donde no le conoce nadie y puede dar rienda suelta a su falta de urbanidad.

Hoy los viajes son casi siempre una especie de excursión organizada, aunque vayas por libre, en que como rebaños de borreguitos hacemos interminables colas para emitir exclamaciones de poco convincente asombro ante cosas que se supone que nos tienen que dejar boquiabiertos, aunque realmente nos gusten poco o no nos sorprendan demasiado porque estamos hartos de ver fotos, vídeos y demás sobre las mismas cosas cada cinco minutos.

Basílica de San Pedro, para mi gusto
una pesadilla de mármoles y ostentación
Cuando cuentas que a ti no te gustaron ni Estambul, ni la Basílica de San Pedro del Vaticano (por dentro, la plaza sí me gusta) o que Nueva York tampoco sorprende porque como infinidad de películas se hacen allí ya te conoces hasta los nombres de las calles (es una forma de hablar, que los nombres son fáciles por aquello de que son números), la gente te mira raro, como si blasfemaras contra lugares que te tienen que gustar sí o sí porque es lo que toca. Como si a todos nos tuvieran que enloquecer las patatas fritas o el caviar, habrá a quien no le gusten.

Sin embargo los viajes sí te permiten ver cosas que no necesariamente tienen que ser monumentos pero que te ayudan a pensar por qué usos y costumbres que aquí se dan por sentadas tienen que ser así mientras en otros lugares se hacen de otra manera.

Que en Houston los coches que van a girar a la derecha puedan saltarse el semáforo en rojo, por ejemplo, suena a barbaridad, pero si lo piensas con detenimiento tiene toda la lógica del mundo, ya que no atraviesan la vía perpendicular y, si van con cuidado y no viene nadie, no estorban haciendo esa maniobra.

Lo mismo ocurre cuando en Florencia ves que las bicicletas pueden ir en dirección prohibida siempre que se peguen al margen derecho de la calzada, lo que sorprende pero una vez que pruebas ves que no sólo tiene lógica, sino que es más seguro que ir en la misma dirección que los vehículos de cuatro ruedas, ya que nadie te rebasa y unos y otros son perfectamente conscientes de la situación del otro. Por cierto, que es un ejemplo de ciudad sin un solo carril bici (al menos que yo viera) ni sistema de préstamo público de bicicletas, y donde es el transporte rey de la ciudad.

Otra cosa sorprendente también la ves en España y en muchos lugares, pero como este año han tocado islas, pues de islas les hablaré: la proliferación de negocios de todo tipo, ya sean cafeterías, restaurantes, comercios de lo que sea, pequeños supermercados… en lugares donde aquí no se daría licencia porque no se cumple la famosa “accesibilidad”. Callejuelas estrechas, llenas de escalones, vericuetos imposibles y pendientes que desafían el agarre de la suelas de los zapatos dan como resultado lugares de incomparable estética y “relaxing cup of café con leche” (cómo te vamos a echar de menos, Ana) que no sé en el resto de España, pero en Lugo al menos están prohibidos porque todo tiene que ser accesible.

Antes de que se me rasguen las vestiduras les diré que soy una persona muy sensibilizada con el tema, porque me pasé varios años empujando la silla de ruedas de mi abuela y sé lo que es poder entrar o no poder entrar a un local con la silla. Pero lo cortés no quita lo valiente, y entre subvencionar los locales accesibles, que es una solución, y prohibir que no se pueda hacer ninguno en que no sea posible entrar con la silla, media un abismo. Si este impedimento fuera global habría pueblos enteros que no podrían tener tiendas.



En la isla de Naxos (Grecia), por ejemplo, el casco histórico es un laberinto de callejuelas llenas de escaleras y pendientes en las que una silla de ruedas no puede entrar. ¿Tiramos la ciudad y empezamos otra vez? ¿La dejamos sin comercio de ningún tipo ni hostelería? Pues no. Simplemente hay opciones para todos, desde las cafeterías y tiendas del puerto que están cerca del nivel del mar hasta otras que para llegar tienes que llevarte el equipo de alpinista, pero eso es cosa del que abre el negocio, que verá si le compensa o no (y en este caso me da que sí). Por cierto, el pueblo de marras es impresionante y su atractivo es, precisamente, ese laberinto de calles.

En este país las prohibiciones nos encantan, y lo que deberían ser opiniones se convierten normas de obligado cumplimiento, y no todo tiene que ser así. Es el primer mandato del liberal, y yo, a día de hoy, me considero como tal.

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