“Salvar el verano”, “salvar el puente de Noviembre”, “salvar la Navidad”… y así todo. Estamos en un mundo tan sumamente obtuso que nos empecinamos en dar importancia a cuestiones menores como la celebración de determinadas fechas arbitrarias.
En cualquier caso, al margen de querer imbuirnos de un
espíritu propio de Scrooge al final de Cuento de Navidad, en este puñetero año
2020 todos tenemos un carácter más parecido al de Ebenezer en los primeros
capítulos del libro. En general estamos tensos, de mal humor, preocupados,
nerviosos, tristes… y los casos más extremos mucha gente está pendiente de su
propio futuro laboral y de su salud o de las personas a las que quiere.
En este escenario, ¿qué hacemos con las fiestas? Como es
habitual se pueden ver las cosas de dos maneras. La primera es entender que
precisamente por todo lo que está pasando necesitamos más que nunca una Navidad
a la vieja usanza, con reuniones familiares, turrón, besugo al horno y pollo
asado (era el menú de Nochebuena en casa de mis abuelos desde siempre),
arbolito, espumillón y luces por todas partes. El problema es que la segunda
forma de ver las cosas es que si se nos va la cabeza en estas fiestas señaladas
y nos emperramos en mantener costumbres que a día de hoy son un peligro
sanitario, enero puede convertirse en un desfile de ataúdes por una propagación
descontrolada (la tercera al menos) del puñetero Covid-19. Y me temo que el
segundo punto de vista es, si no el más realista, sí al menos el más prudente.
Sólo falta que vengan los listos a saltarse las restricciones y ya verán qué
bien lo vamos a pasar con las UCI llenas de familiares.
Este país es el de Rinconete y Cortadillo, el del ciego que
sabía que su Lazarillo tomaba las uvas de tres en tres “porque yo las tomaba de dos en dos y tú callabas”. Cuando se nos
imponen restricciones reaccionamos con críticas en los bares (menos ahora, que
están cerrados) y buscando la forma de saltárnoslas porque estamos seguros de
que no van con nosotros. El problema es que sí que van.
España es así. Además de hacer chistes de casi todo, por
salvaje y desagradable que sea, tenemos la costumbre de dar por sentado que los
que mandan están por fastidiarnos y que nuestro deber ciudadano es ejercer una
rebelión oculta y violar cuanta norma se apruebe. Da igual que sea no pagar los
impuestos (con esa frase que me desquicia: “si
quiere factura le tengo que cobrar el IVA”) que respetar las normas de tráfico,
la tendencia es el incumplimiento porque somos más listos que nadie.
Lamentablemente los titulares en que vemos cómo algunos de
nuestros próceres se van de rositas después de habernos tomado el pelo a base
de bien durante años no ayudan a confiar en el proceso. Ese rollo de que las
leyes emanan del Pueblo a través de sus representantes está muy bien pero no
deja de ser una forma bonita de vendernos esta partitocracia en que quien vota a
los diputados, concejales y demás cargos somos nosotros… pero sólo tras una
pre-selección por parte de los partidos políticos en que nos ponen a lo peor de
cada casa (salvo honrosas excepciones) para que elijamos quién queremos que se
ría de nosotros.
Los responsables políticos que hacen lo contrario de lo que
ordenan a los demás son un primer ejemplo. Tener diputados condenados por haber
evadido impuestos es grave. Que otros hayan sido sentenciados por pagar en
negro a sus empleados mientras se autodenominan defensores del trabajador es
peor. Sufrir a partidos políticos que pagan sus sedes con dinero de la caja B y
que usan las instituciones del Estado para tapar sus vergüenzas ya ni les
cuento. Así poca confianza generamos, porque incluso los que no han echado mano
a la caja (al menos que sepamos por ahora) nos dan instrucciones
contradictorias amparándose en comités de expertos inexistentes y ni se ponen
colorados ni nada cuando les pillan.
Ya somos un país que se lleva regular con el cumplimiento de
las normas, pero es que encima nos están dando excusas para avalar ese incívico
comportamiento.
Así que olviden las normas y usen el sentido común. Piensen que ver a sus padres, abuelos, hermanos… en Nochebuena o en Fin de Año es un rato muy agradable que echarán de menos, pero que más echarán de menos a sus familiares si esa reunión se los lleva por delante. Y no, no vale “es que me hice una PCR para ir a cenar” porque desde que se la haga hasta que esté con los demás no puede estar seguro de no haberse contagiado, sobre todo por el maldito tema de los asintomáticos. Si quien tiene el bicho pingara el moco sería más fácil acabar con esto pero no es el caso.
Este año no debería haber reuniones en Navidad ni en Fin de
Año. Sacrifiquemos unas fiestas para intentar garantizar la supervivencia de
nuestros familiares. A ninguno nos hace gracia no poder dar un abrazo a los que
queremos, pero es lo que hay, un efecto negativo más de una pandemia y no un
caprichito del gobierno de turno que, les diré, me parece que se está quedando
muy corto con las medidas anunciadas para las fiestas. Y si quieren, las pasamos
para mayo, junio, o cuando tengamos una vacuna funcionando. Lo que sea menos
hacer el ganso en este momento.
Después no digan que no estaban avisados.
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