De la presunción de inocencia ya hemos hablado, tanto de la judicial que sí existe, como de la pública que brilla por su notoria ausencia. Con el caso de Urdangarín pasa exactamente lo mismo: mientras jueces y tribunales se afanan en la dificilísima tarea de desenmarañar la red de pasteleo encabezada por el yernísimo, la sociedad ya ha emitido su veredicto de culpabilidad sin paliativos. Lo de aprovecharse, presuntamente, de una asociación benéfica para niños no se lo van a perdonar jamás. La Casa Real, por su parte, también emitió su veredicto de culpabilidad hace años, cuando intentó zafarse del tema desterrando a la Infanta Cristina y su marido a Estados Unidos.
Lo que me cuesta muchísimo comprender, en caso de que las acusaciones sean ciertas, son dos cosas: la primera es para qué demonios monta este tinglado un señor que tiene la vida, solucionada y de qué manera. ¿Qué lógica tiene arriesgar una postura privilegiada y una situación cómoda de por vida por unos euros, por muchos que sean? Urdangarín aquí tira piedras contra su propio tejado y el de todos, porque en estas cosas España es víctima colateral.
La segunda es hasta qué punto los poderes públicos (salvando al judicial que fue el que abrió el melón), con la prensa como cuarto poder, siguen la estela de lo que dice el Rey, porque no ha pasado un minuto desde que Don Juan Carlos levantó la veda para que pasaran de soslayar el tema a lanzarse como hienas hambrientas. Comprendo lo de las hienas, no el pasotismo inicial.
El gran problema de todo esto no es Urdangarín, ni sus presuntos chorizeos, ni siquiera el dudoso proceder de nuestros dirigentes al hacer la vista gorda ante todo este panorama, que ya son temas gordos. El gran problema, insisto, es que Urdangarín entró como el yerno perfecto: alto, razonablemente guapo, deportista, simpático… y se ha convertido en la piedra angular en la que se va a basar el discurso contra la Monarquía durante los próximos años. En nuestro país no hay mayor deporte nacional que la caza del afortunado. A quien le van bien las cosas suele ser al que más se desea ver caer, y si encima da motivos la mal disimulada envidia se cubre con el manto de la justa indignación. Es el caso, parece ser.
Como ciudadano de a pie, que se juzgue objetivamente y en su caso se condene a Urdangarín me preocupa relativamente poco. Es como cualquier otro aspirante a chorizo que utiliza (me aburre poner todo el rato “presuntamente”, entiendan que en adelante todo es presunto, por favor) un cargo público para enriquecerse de forma más acelerada aún de lo normal. Sin embargo, como estudioso de la cosa pública hay algo que me quita el sueño con más intensidad: la actitud de la primera autoridad del Estado en este tema.
Si el Rey no tenía ni idea de nada, ¿por qué esa actitud de sacarse de encima al yerno con tanto ahínco? ¿Qué hay de esos informes que, al parecer, tenía la Casa Real sobre estas cosas? Y si estaba al corriente ¿no debería el propio Rey dar ejemplo y poner él mismo la denuncia para demostrar su nula implicación? A la monarquía no le hace daño un tipo que se quiere aprovechar de su posición, se lo hace la reacción de la Casa Real ante ese asunto, y la actitud no ha sido la correcta.
Yo, que me considero monárquico por muchos motivos (un día si quieren hablamos del tema), creo que la Corona no ha actuado correctamente, y que esto le va a pasar una factura que van a tardar mucho mucho en pagar, ya ver si no provoca cosas más graves. La transparencia y el sentido común deberían haber sido mucho mayores y anteriores. No pueden estar mareando la perdiz durante años para ahora venir de “yo no sabía nada”. E insisto, estoy a favor de la Monarquía, pero no así.
Iremos viendo lo que pasa pero, eso sí, aprovecho la ocasión para desearles a todos un muy feliz Año Nuevo.